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El derecho a hacer política

Ponemos siempre el acento temporal en la duración del gobierno de Boluarte. Más de seis meses de dictadura, perversión de la institucionalidad, ruptura de la separación de poderes, contubernio explícito entre los poderes fácticos para sostener al régimen y, sin duda, la acción violenta y asesina de las fuerzas armadas y la PNP que cogobierna también en esta “hidra” dictatorial. Pero este mes se cumplen también dos años desde que Pedro Castillo ganara las elecciones y, contra lo que algunos puedan pensar, el pulso democratizador en el Perú no empezó en diciembre de 2022, sino en ese contexto en 2021.

La victoria de Pedro Castillo en la primera vuelta electoral de abril de 2021, así como su victoria final en la segunda vuelta de junio, fueron las expresiones concretas de ese pulso democratizador que encontró en las urnas el espacio de encuentro y potencia. Tras la pandemia como suceso traumático pero también revelador de la incompatibilidad del modelo con las vidas de las mayorías, y tras las movilizaciones del 14N contra el usurpador Manuel Merino, la politización popular se dotó de impulso con la intención de transformar las cosas, para lo cual había que votar a quien mejor ofreciera y representara ese anhelo de transformación. Una lógica sencilla y, sobre todo, profundamente democrática. En Perú, sin embargo, estas obviedades no lo son y la ilusión de democracia se hizo notar desde el primer momento.

La intención de desconocer los resultados electorales por parte de todo el elenco que hoy sostiene a Dina Boluarte excede al fujimorismo y evidenció que en Perú si no “votas bien” (Vargas Llosa dixit), los resultados no valen. En la misma línea obstaculizadora de ese proceso democrático, se normalizó un tipo de oposición antidemocrática en el Congreso de la República que ya era una antesala de todos los abusos que hoy realizan sin ningún pudor. Tras la juramentación del primer gabinete de ministros, ciertos sectores considerados antifujimoristas, se sumaron al pedido de vacancia o, incluso, propusieron que Castillo fuera un “presidente protocolar”; es decir, que no mande, y que sólo haga como si mandara. Un elemento de decoración que responde a la visión que se tiene en muchos sectores de la Lima que tiene voz y tribuna mediática, de lo que debe ser un rondero o un provinciano: decorado y folklore.

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